«El que los recibe a ustedes [mis discípulos, mis amigos], me recibe a mí, y el que me recibe a mí, recibe al que me envió [Dios]» (Mateo 10, 40).
En este
versículo de Mateo, Jesús habla directamente a sus discípulos, explicándoles
una verdad esencial: cuando alguien los recibe y acoge, en realidad, está
acogiéndolo, y, a través de él, al Padre que lo envió. Esta enseñanza es mucho
más que un mensaje de cortesía o una invitación a la hospitalidad. Jesús revela
un principio espiritual profundo: recibir al otro, especialmente al que viene
en Su nombre, es un acto de comunión con Dios.
Hoy, esta
enseñanza de Jesús sigue viva. Nos recuerda que cada persona que encontramos en
el camino lleva algo de Dios. En cada rostro, cada historia y cada necesidad,
está presente una oportunidad de servir a Cristo mismo. Este versículo nos
invita a ver al otro con una mirada de amor y respeto, sin importar quién sea.
Así, recibir a alguien en nuestra vida, con un corazón abierto y una
disposición genuina, es una manera de honrar y recibir a Dios.
Para
ilustrarlo, te cuento una historia. Un anciano misionero que vivía en una aldea
solitaria recibía siempre a los viajeros que pasaban, ofreciéndoles comida y
refugio. Un día, una familia llegó a su puerta buscando ayuda. El anciano no
solo les dio albergue, sino que los trató como a sus propios hijos. Años
después, uno de esos niños regresó, ya convertido en un hombre de bien, y le
dijo: "Nunca olvidaré cómo me recibiste sin preguntar quién era. Ese día,
para mí, tú fuiste como un ángel". Al final, el anciano entendió que, en
su pequeño acto de acogida, Dios se había hecho presente.
Cada día,
tú y yo tenemos la oportunidad de ser ese anciano. Hoy, recibe a alguien en tu
vida con un corazón abierto, sin juzgar ni esperar nada a cambio. Quizás en esa
simple bienvenida, estés recibiendo mucho más de lo que imaginas: estés
recibiendo a Dios mismo.
Julián Humberto Ramírez Urrea
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